Leo.

por Iria Otero Fernández

Imagen | rrrrrrrroll

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Intento introducir un poco de autocontrol metiendo las manos en los bolsillos evitando así el contacto con el papel. Pero leo. Sigo leyendo. Porque las letras se proyectan en el televisor, en mi teléfono, en los muros analógicos y digitales de mis días. Es inevitable, leo.

Me concentro en un punto del texto. Algo que me ayude a realizar una pausa en esa carrera frenética de obstáculos espolvoreados sobre cualquier tipo de superficie: letras silenciosas, mayúsculas tímidas y minúsculas que reclaman más atención por mi parte. ¿Cómo ignorarlas?

Leo, sigo leyendo…

Así que cierro los ojos como último recurso. Me refugio en la oscuridad de algún lugar recóndito de mi misma y me siento allí, en la sala de espera, con la intención de no ser llamada.

Solo espero permanecer en estado de espera.

Entonces abro los ojos. Frente a mí, en la mesa central, una revista repleta de artículos imaginarios que se escribe de forma automática a medida que el reloj avanza tímidamente por la sala. Una enfermera se asoma por la puerta y dice mi nombre. Pero yo, sigo leyendo.